Felizmente conminado por Netsocialbooks, queda excusada mi vanidad y suelto mi albedrío para, según la orden de su comité editorial, presentarles al suscrito.
Sir Gus D’lahamaqué, alias: “Il Cavaliere Immobile”, es el seudónimo que mejor explica mis cualidades como desconocido escribiente. Sombra bajo la cual relataré, muy descansado de la censura, versiones alternativas a las que se hallan escritas en los anales de la historia.
No menos riguroso en el uso de la data histórica que cualquier otra fuente especializada, el inubicable género de su decir tiene, ahora, la extraña oportunidad de hacerse pública en una editorial de alto vuelo.
Preso, siempre, de mi acostumbrada exageración y emotividad, espero que esta auto-presentación no sea acusada de desaforada exégesis personal.
Debo confesar que me presento como “sir” por una cuestión de muy seria vanidad y ver si así esquivo el burlón: “¡Oiga, Caballeeero..!” (de común uso circense) que alguien quisiera arrimarme en un intento por ningunearme. Y me apellido D’lahamaqué, simplemente porque soy fanático del uso de la hamaca y su cómodo vaivén, en el cual siempre encuentro meciéndose a buenas ideas literarias. Incluso escribí una oda en su honor y llevo corrigiéndola veinte años, aproximadamente.
Por tal razón no cesa de llamarme a sospecha aquellas novelas (¡?!) que por contratos expirativos y adelantos monetarios, son “escritas” en un año o menos. Salvo, claro, que seas un genial Dostoievski, quien adeudado por su afición ludópata fue conminado a escribir una novela en un mes.
Es interesante su caso. Apurado por la deuda contraída con su editor, “no tuvo mejor idea” (curiosa creatividad negativa, valga anotar) que recurrir al tema que más dominaba y en el cual era un experto del fracaso: jugar a la ruleta alemana y felizmente, no la rusa. Así nació Ruletenburgo o en su pésima traducción al español: “La ciudad del juego”. Título primigenio del genio de su ingenio, que su editor, sin mayor empacho y sabiendo que lo tenía sujeto por las bolas con el adelanto monetario, se lo cambió sin más ni más, por el de: “El jugador¨. ¿Ven cómo de pronto late en mi sien la vena histórica?
Pero volvamos a lo nuestro.
Mi afición por hamacarme cada vez que se me antoja es un logro inmenso. Mi espanto a la “gran ciudad” y sus aglomeraciones e inseguridad; el terror a manejar mi auto en el colapsado y desquiciado tránsito citadino, entre otros males sociales, me forzaron a buscar el atrincheramiento en una más segura inmovilidad que propiciase y potenciase mi excéntrico quehacer. En tal objetivo se distrajo gran parte de mi vida, pues tal ambición parecía inalcanzable, un proyecto descabellado, un sueño utópico y extraviado. Sin embargo, de alguna manera que por ahora no viene al caso contar, lo logré.
Este personalísimo triunfo y mi forma de vivir, confunden a mis vecinos. Más de uno está convencido de que solo soy un orate desempleado, que vive refugiado y escondido por su esposa (como si alguna vergüenza tuviera de su consorte) dentro de un bungalow, al este de la ciudad.
Otros son más generosos en la sospecha: creen que soy el remedo doméstico del millonario autodidacta Howard Hughes, pues mi casera de la esquina me ha puesto como ejemplo ante mis vecinos y les ha contado que, de alguna manera misteriosa, dinero no me falta. Siempre pago en efectivo y no me apunto deuda alguna para fin de mes ni meto cabeza como lo hacen ellos.
Más de una vez mis vecinos más cercanos se “ganaron” viéndome andar calato por la casa, ya que mis ventanas son amplias y carecen de cortinas, como yo de vergüenza o recato alguno. Adoro la liberalidad de usar solo calzoncillos y hasta me cuesta ponerme un humilde bivirí. Y es que copulo con la idea (y descuiden, sí, también con lo que corresponde) de ser lo más libre, silvestre y natural posible. Me fascina pensar que puedo imitar el vivir sencillo de un pajarito o el de un humilde caracol. La escasa ambición por hacerme de cosas materiales ha sido una de las claves de la más calata felicidad. Para que tengan una idea: solo tengo dos jeans que ya van a cumplir diez años de uso y… ¡siguen pareciendo nuevos!
Pero dejemos de lado estas infidencias personales y tan domésticas.
En cuanto se refiere a mis versiones “antojadizas” de la historia, encontrarán -para quien quiera ampliar o investigar las curiosidades allí expuestas- que son más reales y fundamentadas que las enseñadas en el colegio. Prueba de ello es que muchos debimos llegar a la universidad para enterarnos de la verdadera historia. ¿Sí o no?
Pues bien, si la anécdota histórica fuera acusada de vano humor y algo licenciosa, pues también debiera reconocérsele ciertos rasgos interesantes; pues envuelta en tal aura de jocosidad se halla incrustada mucha información rigurosa, fácilmente comprobable en diversas y respetadas fuentes online (si usted es hombre práctico) o en libros de consulta que, normalmente, mucha gente tiene perfectamente ordenados y empolvados en los anaqueles de su escritorio.
No faltará el docto señor que arrugue la frente, apreté los dientes (y otra cosa más baja en su cuerpo) envidioso del “click” del ordenador que desaparece la distancia a la buena información; sobre todo si uno sabe cribar bien las fuentes.
Y es que ellos: los doctos y antiguos señores, jamás tuvieron la posibilidad de tener a la mano la más rápida y nueva enciclopedia de Internet. Sus mundos aún sigue siendo el de las plumas fuentes y los papiros; el de los enciclopedistas D’Alambert y Diderot. Sostienen, hasta fatigarse, que el verdadero conocimiento consiste en ir a la biblioteca; leer separatas universitarias (siempre incompletas y cercenadas del libro original); comprar libros bien marketeados por don señor Tiempo y tenerlos arrumados por cientos, como notarios de sus logros culturales.
¡Y cómo les jode, Wikipedia! He visto a más de uno tirar sus monóculos con furia y despotricar contra tal información online. No quieren entender sus características, apenas complementarias, pues dichas fuentes no son más que rápidos acercamientos a un tema, quedando latente la posibilidad de contrastación y ampliación con otras más.
Por tal razón, médicos, abogados, economistas, ingenieros, burócratas, floristas, jardineros o veterinarios, entre otros profesionales, han perdido mucho dinero en consultas y, cada vez más, se ven desafiados por este conocimiento libre en plaza. Ahora están obligados a aplicarse mejor en el momento de sustentar sus análisis y diagnósticos, en caso de que vayan a tropezarse con un cliente previamente informado.
Pero, disculpen, amigos, ya me desvié de mi tema. Volvamos.
Decía que mi trabajo pudo independizarme de mi entorno. Pude salir del “sistema centrípeto” que nos tiene como cochinitos peleando, compitiendo y buscando acomodo entre las pocas tetas de la marrana capitalina que nos da el sustento. Logré ser yo, mi propio jefe. Un trabajo que ejercí sin necesidad de moverme de mi sitio. Lo cuento porque de allí proviene mi apelativo. Luego de cumplir mi primer año de sostenido trabajo en casa, mi esposa y orgullosa reina, usó mi lapicero como espada y me ordenó como caballero, otorgándome el pomposo título de: “Cavaliere Immobile”.
Usó el italiano (y no el inglés o alemán que domina a la perfección), solo porque así le sonaba más interesante. Envidio su trilingüidad y fenomenal oído, porque en comparación a ella, yo sigo siendo un sujeto subdesarrollado. Pues en este tiempo apellidado “globalizado” o “global”, no saber una lengua extranjera es marca de ello.
Nunca se me ocurrió aprender alguna, pues consideraba que ya tenía bastante con cultivar la mía propia. Ésa con la que me amamanté en la teta de mi madre.
¡Y pensar que ya sabía leer y escribir a los cuatro años!
Mi abuelo se había encargado de tal instrucción. Por eso mis dos primeros años del colegio fueron los más aburridos del mundo. Desde entonces ya parecía un sabelotodo. Siempre andaba corrigiéndole a mi profesor y me cansaba su pregunta de asombro: “¿Dónde aprendiste eso?” ¡Como si él o el colegio fuesen las únicas fuentes donde se pudiese aprender algo!
Fue una pregunta que hasta hoy me persigue y me la hace mucha gente, extrañadas por la falta de correspondencia entre mi aceptada inteligencia y conocimiento de diversa índole, versus la ausencia de título alguno que pueda certificar y “notariar” su origen. Cuando intentaba explicarles mi autodidactismo, era como hablarles en chino cantonés.
Cuando logro ver algo de televisión no ceso de asombrarme de mí mismo, pues en un contraste ácido y quizás vanidoso, compruebo que el elegante vocabulario de mis primeros años ya era muy superior al de muchos actuales literatos, economistas, congresistas, periodistas y, sobre todo, presidentes de la república.
Esto último me recuerda aquella anécdota que mi adorada madre siempre me recordaba. Sucedió cuando me llevó a mi primer corte de cabello. Me contó que el peluquero había reparado en el tamaño de mi cabeza y como si en sus años de trabajo hubiese desarrollado un arte de frenólogo, sus manos hicieron una sesuda exploración de mi cráneo con caricias de ciego y sentenció muy zalamero:
“Su hijo tiene la cabeza grande y muy especial. ¡Va a ser un hombre importante!”.
Desde entonces, mi madre siempre estuvo convencida de que yo llegaría a ser presidente de la república y no dejó de llevarme, siempre, al mismo peluquero. De esa forma, muy pronto advertí lo que lograba la pendejada de hacer un halago al vástago de cualquier madre.
Respeto la sensibilidad del lector, pero no busco consentir al pacato o fariseo. Doy tal alerta para explicar que si en mis historias la lisura esta omnipresente, es porque el ejercicio de mi honestidad así lo exige. Sé que corro gran riesgo de censura, pero mi honestidad me obliga a reflejar, sin careta alguna, el cotidiano uso del lenguaje coloquial, donde la lisura es protagonista indiscutible y es ejercitada tanto por los niños como por sus padres, quienes son la primera fuente, manantial y escuela casera de las lisuras, posteriormente afinadas, modernizadas y desarrolladas en el colegio, independientemente de si éste es de baja o alta categoría. Solo en ese aspecto educativo extracurricular, ambos van parejos y desarrollan una alta competencia.
Como hasta aquí ya voy cobrando tres páginas al hilo y corro el riesgo de anestesiar la más despierta atención de un posible lector, prefiero no extenderme en prolegómenos innecesarios.
Reciban el saludo y anticipado agradecimiento de este servidor público, dizque de la cultura.
Atentamente,

Sir Gus D’lahamaqué, “Il Cavaliere Immobile”